Circunloquios: El arenque
El penetrante olor se apoderó vertiginoso de cada esquina de la casa. Como ladrón al acecho, me tomó de improviso y adueñándose de las confusas células de mi cerebro, estimuló uno a uno todos mis sentidos. Primero fue el aroma, tan salado, que me hundió en las profundidades del mar en fracciones de segundo. En su busca, corrí a la cocina, para encontrar a mi padre concentrado en la tarea de calentar el oscuro alimento, que entendí que lo era porque usaba un sartén, utensilio prohibido a utilizarse para cualquier cosa que no fuera la cocción de nuestra cena. La escena no resultaba exactamente exquisita. Mi padre no entraba a la cocina a menos que fuera a preparar algún postre, como el sabroso pudín, o el merengue, que se deshacía en mi boca con solo pensarlo; y aquello no podía estar más distante a un dulce que la carne cecina. ―¿Qué es eso? –pregunté mientras arrugaba mi naricita de seis años. ―Arenca ahumá -respondió mi padre con una sonrisa de satisfacción, una de esas que n