La fiera
Era metódico, concertado, cruel y despiadado. Cada tarde, a las cinco y treinta, la estridencia del timbre escolar anunciaba el final de las clases durante el día, y el comienzo de la tortura a Chiqui, durante el regreso al hogar. Le seguían, le chiflaban. Los improperios caían uno sobre el otro: pato, nena, maricón. Y él caminaba ligero, con los ojos húmedos, la nariz enrojecida, la cabeza baja. La hermanita, impotente, miraba llena de furia a los victimarios; superiores en número, desordenados, agresivos. Ellos se reían de mis amigos. Impunes. Triunfantes. Hasta que les daba la gana, o se cansaban, o encontraban otra maldad más divertida. A los once años, con una estatura menuda y unos padres estrictos, no era mucho lo que podía hacer por mi amigo y vecino, pero así de temprano en la vida hice un descubrimiento que mantendría mis mecanismos de defensa erguidos por muchos años y mientras tuve que vivir en la barriada. Una tarde, decidí rezagar mi paso, en lugar de acompañar a Chiqui y