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Mostrando entradas de julio, 2010

La fiera

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Era metódico, concertado, cruel y despiadado. Cada tarde, a las cinco y treinta, la estridencia del timbre escolar anunciaba el final de las clases durante el día, y el comienzo de la tortura a Chiqui, durante el regreso al hogar. Le seguían, le chiflaban. Los improperios caían uno sobre el otro: pato, nena, maricón. Y él caminaba ligero, con los ojos húmedos, la nariz enrojecida, la cabeza baja. La hermanita, impotente, miraba llena de furia a los victimarios; superiores en número, desordenados, agresivos. Ellos se reían de mis amigos. Impunes. Triunfantes. Hasta que les daba la gana, o se cansaban, o encontraban otra maldad más divertida. A los once años, con una estatura menuda y unos padres estrictos, no era mucho lo que podía hacer por mi amigo y vecino, pero así de temprano en la vida hice un descubrimiento que mantendría mis mecanismos de defensa erguidos por muchos años y mientras tuve que vivir en la barriada. Una tarde, decidí rezagar mi paso, en lugar de acompañar a Chiqui y

La culpa

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¿Quién es culpable... Tú que ocupaste los segundos de mis días, O yo que renuncié a la prosa y a la rima? ¿A quién culpar... Si en el beso en el que entregaste la pasión, Yo, confiada ofrecí mi mente, mi verbo, mi esencia? Que mientras tú me pensabas desnuda y rendida, yo me derramaba por aquella sonrisa, que creía tierna, que pensé quedaba prendida en el niño con su caramelo. ¿A quién culpar si al pedir mi cuerpo, yo brindé mi corazón, si al besar mi pecho, te entregaba el alma si al pedirme amor, consagré mi vida. Tú hablabas el idioma de la tierra, yo ilusa contestaba en cielo. Nadie se percató. Fue un mero problema de comunicación.